lunes, 28 de diciembre de 2009

De musas y otras malas rameras

Si cuando, caminando perdido por el puerto desierto, mientras la Luna ya brilla en el cielo, te encuentras con el triste distrito comercial, y te detienes a observar su curiosa belleza, es posible que la Musa -que es bella, inaccesible y fugaz como un relámpago- te visite allí y te hable.

Ella, que es la peor amante y el más gordo vampiro, te dará la dosis de inspiración por la que vives y sin la cual te sientes muerto, y a causa de la cual probablemente te mueras más y más.

Entonces, erguido frente a una calle repleta de gente que va y viene sin ninguna idea fija más que el simple placer de divertirse, quizá te preguntes por qué, en lugar de unirte y divertirte como ellos, te mantienes de pie e impasible, observándolos en silencio y con los ojos cansados y benevolentes del padre que recuerda que sus hijos son mucho más jóvenes que él, y que viven la vida de forma extrema y arriesgada. Y te mantendrás de pie, pero no impasible, y desearás unirte a ellos en sus divertimentos. Caminarás sin rumbo entre esa curiosa gente que tiene como natural ese deseo de divertirse de forma pura e irreflexiva, y acabarás encontrando que el mayor problema quizá no fuera pasarlo bien, sino encontrar la manera de que, para conseguirlo, no tengas que reflexionar sobre la conveniencia de tal o cual cosa, y sencillamente hacerlo.

Y al no encontrarla, porque no la encontrarás, verás que la Musa, que es el Diablo mismo -¡sin duda el arte es algo diabólico que nos aleja de cosas terrenales y nos arrastra a la decadencia!-, esa pésima amante y maldita vampiresa, te recordará que desde la primera vez que posaste el dedo en una tecla le perteneces. Y esperarás a que se vaya todo el mundo cuando, cerrado, la Musa pueda alimentarse de ti otra noche, mientras vives esperándola para poder escribir una parrafada más.

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